Los caminos del horror son inescrutables
"Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo, elemental." (Edgar Allan Poe, El demonio de la perversidad)
"Los estandartes del rey de los infiernos avanzan hacia nosotros." (Dante Alighieri, La Divina Comedia, Infierno, Canto 64)
Una ciudad cualquiera de los Estados Unidos. Una ciudad violenta, deshumanizada, inhóspita. Azota la lluvia, una "lluvia eterna, maldita, fría y densa, que cae siempre igualmente copiosa y con la misma fuerza" (La Divina Comedia, Infierno, Canto 6). La policía, en la escena de un crimen, investiga rutinariamente un suceso más. Una pareja ha discutido, uno de los dos muere. ¿Importa realmente quién sea? En la noche, el veterano policía, desesperanzado, intenta abstraerse del disturbio de ruidos violentos que provienen de la calle con la ayuda del tempo lento marcado por un metrónomo. Entre tac y tac habrán discutido varias uzis. Sólo quedan siete días para su (soñada) jubilación.
Un día más, un crimen más. El veterano recibe, escéptico, al recién llegado, un jovencito que ha pedido el traslado a este infierno. Un poli novato, impetuoso, ambicioso, que ha crecido viendo en la televisión a superpolicías siempre triunfantes. Cree -¡qué incauto!- que con su coraje viril borrará con facilidad el Mal en la Ciudad del Mal.
Éstas son las premisas de partida de Se7en. Rutinarias, ¿no? Pero desde el comienzo hay algo que inquieta sobremanera, que descoloca, que no encaja y chirría de un modo persistente y desagradable. Esos planos de los títulos de crédito del inicio febriles, descoyuntados, deliberadamente deconstruídos, fragmentarios, casi subliminales, sacudidos por la maquinaria depresiva del Closer de Nine Inch Nails. La escena del crimen del primer pecado, un ambiente ciego, sórdido, oscuro como un pozo negro. Los halos de las linternas cortando la espesa y enrarecida atmósfera. La cabeza de una masa de carne con forma vagamente humana hundida en un plato de spaghetti. A estas alturas del film, las seguidoras de Brad Pitt tosen nerviosas y se preguntan por qué eligieron esta película. Los avezados cinéfilos enarcan la ceja y piensan, mortalmente aburridos, que están ante otro seguidor del tarantinismo. No. Se7en es un zeitgeist abrupto y descarnado. Y en Se7en la violencia no es explícita, no se muestra abiertamente. Las atrocidades se sugieren para que, plegadas, se incrusten en el lado oscuro del cerebro.
Un iluminado ejecuta brutalmente a sujetos que son caricaturas unidimensionales, esclavos de una de las debilidades condenadas como uno de los siete pecados capitales. El serial killer sermonea al Mundo Contemporáneo. Nos sermonea a todos. Todos pecamos. En cada esquina se viola el Sagrado Código. Nadie es inocente, luego todos somos inocentes. Él no acepta este sofisma. Y nos advierte de ello, no con una amable palmadita, sino con un mazazo en el plexo solar. Ya no es suficiente obtener los famosos cinco minutos de gloria. Ahora hay que abrirse paso hacia ellos con un bate de béisbol.
John Doe (el reverso oscuro del personaje de Capra) es un ángel vengador culto, inteligente, tenaz, paciente, creativo, minucioso. Recuerda vagamente al buen doctor Lester. Esa distancia irónica, lúcida. Ese gusto por las cosas bien hechas. En un momento llega a confesar que "qué hay de malo en que un hombre disfrute con su trabajo". Ahora bien, Doe es un artista atormentado, no un hedonista, un bon vivant como el psiquiatra de Baltimore. Doe ha sido elegido para cumplir una misión.
Doe, el ajedrecista calculador, controla la partida desde su apertura. No tiene prisa en ejecutar al rey rival. Su jaque mate ha de ser (y es) sorpresivo, brutal, aniquilador.
La joven esposa de un policía. Un peón desvalido en la Gran Ciudad del Mal (la reencarnación de la Poisonville de Hammett). Una humilde pieza recién llegada al tablero, pero que Doe asciende al rol de Reina Blanca en su trágica partida. Atemorizada, insegura en su nuevo hogar. Sola. Ni siquiera puede apoyarse en su inconsciente e inmaduro esposo, el serpico de los 90, que juega a emular a los héroes de su adolescencia. La joven busca ayuda, consejo, seguridad en un desconocido, el veterano policía, que, desgraciadamente, tiene pocas respuestas. Quizás sean las suficientes. Lástima que en el mundo real los guionistas no nos coloquen ante un individuo tan juicioso y experto.
Un escenario abierto y luminoso para el desenlace de una historia claustrofóbica, oscura, lóbrega. Khondji, que ya había demostrado su sapiencia y acierto en retratar mundos concéntricos y tenebrosos, fotografía esa llanura ilimitada y calurosa con la fuerza expresiva de los desiertos del western. En ese páramo no hay escapatoria para ninguno de los presentes, como no la había para Grant en North by Northwest. Doe escenifica su truco final arremangado, sin tretas baratas, a pleno sol y sin escondrijos. De una caja, que ni siquiera toca, saldrá su penúltimo conejo. Y, finalmente, su palabra, como un escalpelo, para manipular y encantar a su última víctima.
Gula, avaricia, pereza, lujuria, soberbia, envidia, ira. Siete pequeños pecados capitales en un mundo donde el horror se manifiesta expresiva y contundentemente de innumerables maneras las veinticuatro horas del día. Un mundo que genera sociópatas, no psicópatas.
¿Hay alguién que suscriba las dos partes de la cita que cierra el film?, "este mundo es un buen sitio, por el que merece la pena luchar". ¡Qué irónico! Las palabras de Hemingway, un suicida.
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