Todo el Encanto y la Gracia de una modelo botticelliana en los escasos cuarenta kilos de esta neerlandesa inteligente y espontánea. La naturalidad era su principal herramienta. Y la fácil desenvoltura de esas personas de las que emana la elegancia desde dentro. Sin maquillaje, a veces con ese flequillo de muchacho revoltoso, es el ejemplo de canon de la Década de los 60: la Androginia inocentemente perversa. Los ojos grandes y expresivos de una mascota juguetona.
A finales de los 50 dio el primer aviso, al interpretar a una moderna muchacha americana que viaja a Europa, concretamente a París, a beber directamente de las fuentes del enfaticalismo (Una cara con ángel, 1957, Stanley Donen). Y en 1961 nos enamora a todos con su Holy Golightly, un espíritu libre, tierno, vulnerable, un animalillo salvaje y falto de cariño. Una profesional aparentemente frívola y alocada, pero con la serena lucidez de los supervivientes. La sofisticada jovencita que busca paz y sosiego frente al escaparate de Tiffany's ("aquí nada malo puede pasar"). La disipada que duerme con antifaz. La Dama Digna que se pinta los labios para encajar con entereza y clase una mala noticia.
En Charada (1963, Stanley Donen), juega al romance y al thriller de suspense hitchcockiano y consigue ganar a todos. Seduce a todo un Cary Grant y evita la carcajada frente a una atinada colección de malos, hilarantes y paródicos (Walter Matthau, James Coburn, George Kennedy). En París, por supuesto.
En 1964 estira los registros de su flexible talento para el drama y la comedia al otorgar idéntica credibilidad y fuerza expresiva a una sucia e ignorante florista cockney y a un modelo de muchacha casadera de la mejor familia victoriana de Belgrave Square, con el carácter y determinación suficientes para exigir respeto y reconocimiento a su insensible preceptor (My Fair Lady, George Cukor).
Al año siguiente vuelve a París y encarna a una muchacha enredona y liante, en una burbuja intrascendente y menor, Cómo robar un millón y... (William Wyler). También tiene tiempo para embrujar al terso galán de la Era Pop, Peter O'Toole.
Y en 1966 enciende las alarmas en la imprescindible Dos en la carretera (Stanley Donen). La diversión de los 60 comienza a agotarse. La Musa se ha hecho adulta, se plantea peros y porqués. Reflexiona en voz alta, se analiza. La dulzura de la despreocupación ya no enmascara totalmente el amargor de la resaca. Ha llegado la hora de asumir con madurez las primeras arrugas (en la cara) y los primeros achaques (en el alma).
Audrey sigue con fidelidad y presteza los vaivenes de la época. Por eso, siempre la recordaremos, con su vestuario de Hubert de Givenchy, sus ray-ban y esos sombreros extremos e insólitos que sólo ella podía llevar. Audrey Hepburn, el Ángel de los 60. Un ángel con sexo, eso sí.