Los integrismos. Nunca se fueron realmente. Vivían agazapados, escondidos o hibernados, esperando la mejor ocasión para volver a saltar a la pista central del Gran Circo, y hacerse de nuevo con el rumbo del show. Su capacidad de perpetuación y supervivencia supera la de cualquier otra creación humana. Nunca dejan pasar el momento idóneo. Siempre golpean duro y abajo, dejando al rival sin capacidad de réplica. Y son como los monstruos de las películas de terror serie-B: crees que has acabado con ellos usando todo tu arsenal de pedagogía y tolerancia, y reaparecen vivos y saludables en una nueva entrega. Son indestructibles.
Hay quien se molesta en establecer medidas y escalas de los integrismos. Quien busca simetrías o argumentaciones. Son ejercicios huecos y banales. Los integrismos se alimentan de ignorancia, miedo e intolerancia, nutrientes que combinados son un absoluto. Los integrismos son un absoluto. Sin matices, sin vacilaciones. Su instinto de aniquilar al otro, a todo lo que no se ajuste a su limitado código moral es infinitamente más fuerte que cualquier sofisma, o cualquier debate de salón. Si estallan, más vale que te apartes de su onda expansiva, porque todos tus argumentos cargados de razón y bonhomía serán triturados por la metralla. Y probablemente tú también.
Las libertades, bienes de por sí frágiles, preciosos y raros, se disuelven como un azucarillo cuando en nombre de esos integrismos empezamos a aceptar determinados cambios, componendas, segundos significados, daños colaterales... Pensamos que refugiándonos en nuestra trinchera estamos a salvo del integrismo rival. Qué gran error. El de casa, el nuestro es igual de nocivo y peligroso. O incluso más peligroso, porque de tan inmediato y cotidiano olvidamos que lo es. Y se va infiltrando en nuestros códigos de conducta hasta convertirse en una segunda naturaleza. Son como los ogros de los cuentos infantiles: se hacen más poderosos cuantas más almas poseen.
Los integrismos tienen ingentes arsenales de armas. Mis únicas armas de defensa son la inteligencia y la palabra. Sin con ellas los daño, no pienso pedir perdón.