Maldijo por nonagésimo cuarta vez los malditos estándares. La página del demonio seguía sin validar en HTML 4.01 Strict. Ni siquiera pensó en Murphy, y eso que eran las 19:45 de un viernes casi primaveral. Cargó en el foobar la playlist de Tesoros Intemporales y dejó que desgranara los temas al azar.
Ol' Blue Eyes le invitó a volar hacia la Luna. El bueno de Frankie. Seguro que él se mofaría de los estándares, se desanudaría la pajarita, se tomaría tres martinis y llamaría a la agraciada del turno de guardia para que le ayudara a calentar la garganta y otras partes de su anatomía.
Repasó una vez más la hoja css. Ya no era capaz de diferenciar una coma de una gallina ponedora. Dejó que Peggy Lee terminara de ronronear el Fever, apagó el ordenador y salió de la oficina dando un portazo magnitud nueve en la escala de Richter.
Cuando iba camino del metro recordó que Arturo, el de Administración de Redes, le había invitado a lo que él, torticeramente, denominaba una fiesta loca de cumpleaños en la ciudad. Miró el reloj. Arturo no le caía especialmente bien y sus gustos musicales, cinematográficos y de vestuario eran espeluznantes, pero necesitaba urgentemente anegar su flujo sanguíneo con alcohol de muy alta graduación. Una descarga de sus reservas seminales tampoco le vendría nada mal. Al menos una de sus dos prioridades inmediatas se cubriría si iba a lo de Arturo. Encontro su número en el nokia. No tenía otra oferta mejor.
El ruido de la marabunta en aquel bar-café-restaurante de una franquicia californiana era ya ensordecedor y molesto. Entre los invitados a la fiesta apenas había compañeros del trabajo y, casi milagrosamente, el número de féminas crujientes y apetecibles no era desdeñable. Luego ése era el don de Arturo: una buena agenda y cierto criterio seleccionador. Algo insólito en un profesional de las tecnologías de la información. Los presentes reían, coqueteaban y jugaban con sus móviles y con sus egos con la soltura y presteza que permiten los estómagos recientemente abastecidos y una curva inexorablemente ascendente del contenido de alcohol en sangre. Había llegado el sagrado momento de la noche en que hay que elegir la rival con la que triunfar o estrellarse.
Tras una rigurosa y atenta batida, reparó en una morena a la que sorprendió ver en esta fiesta. Era una chica que trabajaba en el Departamento de Ventas. Se la podría definir como una especie de réplica autóctona de las neumáticas chicas de la Costa Oeste norteamericana, bilingüe, trepa, un poco estridente y con las inquietudes culturales de un lepórido. La había oído enorgullecerse en público de su gusto por Mariah Carey, la cerámica de Sargadelos, y las hazañas de cualquier freak televisivo. La sorpresa inicial no tardó en convertirse en comprensión y una cierta y malévola alegría interior. Comprensión, porque Arturo, cien por cien operatividad como se presupone en un profesional de su departamento, había optado en este caso por el continente y no por el contenido. Y alegría interior, porque había hablado con ella recientemente junto a la máquina de café y parecía pasar por una etapa que, siendo elegante, denominaría de conocimiento y cata de nuevas cocinas, tras una ruptura algo tormentosa con su novio, pareja o como diablos se llame eso. Hizo un gesto a una camarera para que le trajera otro whisky e inició las maniobras de atraque en el puerto elegido.
Ella ya había reído con ganas su cuarta o quinta ocurrencia cuando un majadero, bastante más allá de sus niveles de tolerancia a las bebidas espirituales, citó el nombre de un tugurio infecto de un polígono del extrarradio, templo de bakalas, reyes del tuning urbano y las faunas habituadas a esos biotopos. A todos los presentes les pareció una idea muy cool. A todos, excepto a él, ya que le costaba recuperarse de ese tipo de sesiones no menos de cuatro o cinco discos seguidos de Van Morrison, y un par de semanas sin probar ni una gota de alcohol. Pero por una vez iba a ser pragmático, y como sostienen esas mandangas zen, se convertiría en un junco flexible que se dobla y cede, sin romperse, al empuje del monzón y bla, bla, bla... Se concentró en lo que importaba, viajar en el coche de la jovencita en cuestión, calentar el material y llegar a un punto de fusión común y satisfactorio.
Los dioses del java y del xhtml estaban con él. La chica le hizo un gesto significativo al salir del restaurante para que la siguiera, ya que ella se había traído el coche. Al llegar al parking su orgullo masculino sufrió un fuerte golpe bajo cuando vio que su potencial compañera de juegos se subía a un Porsche Cayenne tan negro y reluciente como nuevo. Ella, con gran sentido del tacto y la diplomacía, le comentó que era parte del botín que había arrancado de las garras de su muy bien situado ex, la Gran Esperanza Blanca de la Consultoría y el Outsourcing. Y para remachar su triunfo en este primer round puso en el equipo hifi, a gran volumen, un grandes éxitos de Britney Spears. Ya que él no tenía ni idea de mantras tibetanos, recurrió al único método que un varón sensato tiene en situaciones similares para no perder el norte: concentrarse en su (generoso) escote.
Varias horas después, ella se sacudía ritmicamente como una diosa del tecno y él la admiraba en la distancia. Era incansable. Había sudado y bebido varios hectólitros de líquido, y allí estaba, como si estuviera empezando los estiramientos de calentamiento en su gimnasio. Él, por contra, se había limitado a beber con moderación un whisky infame muy diluido en agua y calcular cuántas cópulas completarían los presentes en el local al finalizar la noche.
Repentinamente, con esa mezcla de sorpresa y exactitud tan propia de los depredadores, ella se le acercó y le metió la lengua en la boca con potencia y precisión. Sí, parecía una señal. Incluso para él, tan dado a comprobar una y otra vez la excelencia del código escrito antes de darlo por bueno.
Tras unos cuantos frotamientos vigorosos más, se subieron al coche y se refugiaron en una zona oscura del aparcamiento de una nave de corrugados. El equipo de sonido vomitaba el último disco en inglés de Shakira. Mientras que ella comenzaba a desnudarle, pensó que, generalmente, los estándares y el rigor son un estorbo insoportable. Mientra le acariciaba los pechos no pudo menos que reconocer que, después de todo, siempre hay un momento en el que hasta Shakira suena bien.