26 de octubre de 2004

John Fitzgerald Kennedy

El Rey Arturo de la Costa Este

Trigésimoquinto Presidente de los Estados Unidos. La distinción de Nueva Inglaterra. El misticismo pragmático del catolicismo irlandés. La Ilusión de la Nueva Frontera. El flequillo descuidado, alborotado. El político más telegénico de la Historia. Él mostró el camino a seguir: seducir a los media. Desde entonces, ningún líder sin sex-tv-appeal tendrá éxito. El carisma ha de ser mediático.

Tenía a su lado, además, a la Esposa Ideal. Joven, culta, refinada, elegante, una purasangre del Viejo Este. Jacqueline Bouvier atrajo la mitad de los votos. Ella, con su desenvuelto y desenfadado estilo, dictó modos y modas. Los dos, unidos y combinados, representaban el Matrimonio Perfecto de los Nuevos Tiempos, muy alejado del rancio acartonamiento de posguerra de ex-generales calvos y matronas de aspecto bovino.

Kennedy conecta con los tópicos de la Década: el anticomunismo chapucero y de cómic de Bahía de Cochinos (si el Presidente hubiera sido asesorado por un equipo de guionistas de Hollywood, la operación habría sido un éxito); la Guerra Fría (al rojo vivo) de la Crisis de los Missiles Cubanos; la defensa del Integracionismo y los Derechos Civiles de la Población Negra (lo que posibilitaría el posterior estrellato de Sidney Poitier); encender la mecha de la Carrera hacia el Espacio, la presencia americana en el conflicto vietnamita, hito decisivo, puesto que, al fin y al cabo, Vietnam fue un factor crucial para dinamitar el Espíritu de la Década.

En el ámbito familiar, la Pareja también sirvió de espejo para los jóvenes matrimonios norteamericanos. Los Kennedy generaron su correspondiente cuota de babyboomers para alimentar el futuro mercado de consumidores.

Los apetitos priápicos de Kennedy lo asociaron con la Bomba Sexual, el Missil Intercontinental Norma Jean. Todo un presidente de los U.S.A. se relaciona con la frivolidad babilónica hollywoodense. Sodoma y Gomorra, Irlanda y Massachusetts. Un Happy Birthday, Mr. President que trastornaría a un monje trapense.

Y como una estrella del rock, murió joven. Su carrera se truncó violenta, prematura y trágicamente en su cénit. Fue aniquilado en un complot con una trama tan enrevesada como las de Chandler. Y con el hedor brutal y clásico de las conjuras shakesperianas. Una bala mágica acabó con el Sueño de Camelot.

Kennedy, en uno de sus primeros discursos presidenciales, dijo que

"nos hallamos en el borde de una nueva frontera, llena de oportunidades y de peligros desconocidos".
Perfecta declaración de intenciones, inmejorable eslogan de la Década. Serviría como frase promocional de un serial televisivo sci-fi, o como gancho publicitario de un nuevo electrodoméstico. El Futuro ya está aquí. Puede admirarlo y adquirirlo en los Grandes Almacenes Washington.

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24 de octubre de 2004

Tom Jones

El Tigre de Gales

El Tigre de Gales. El Semental de Titanio. El Minero de la Garganta Dorada (como Antonio Molina). Llegó al sofisticado y alegre Swinging London con sus patillas obreras y laboristas, el paquete prieto, la mandíbula de acero desactivada por una resplandeciente sonrisa y todos los redaños hambrientos de un pequeño valle minero del sur de Gales. Y arrasó, naturalmente.

Una presencia tan poderosa y rotunda como la voz. Con It's Not Unusual llegó al Número 1 en Marzo de 1965. Otro Héroe-de-la-Clase-Trabajadora. Traía consigo un material muy caliente. Todavía le recuerdo, con su americana, tan entallada como italianizante, cantando en Tower Bridge. Él no era un refinado jovencito de Arts School. Él era la arrogancia y el descaro Clase Baja. Desplegaba como nadie su Halo Macho. Las obrerillas y dependientas mod se desmayaban al oírle cantar Green, Green Grass of Home (1966), I'm Coming Home (1967), (It's Looks Like) I'll Never Fall in Love Again (1967), o Delilah (1968).

Jones encantaba. Estremecía con sus baladas sacudidas por el romanticismo viril del Amante Soñado. Nada de sutilezas. De nuevo el Viejo Truco: un Hombre-Hombre, sin fisuras, sin ambigüedades, manejando el Material Caliente con desgarradora ternura. También las jovencitas americanas, años antes, se sofocaron y sucumbieron ante el Diablo de Memphis. Jones no era un gentleman, ni falta que hacía. Olía a todos sus flujos corporales.

Su voz no sucumbía ante los torrenciales y estrepitosos arreglos orquestales, que derrochaban violines, coros y vientos en Help Yourself (1968) o Love Me Tonight (1969). Ni ante la pujanza barroca de Bacharach en What's New, Pussycat? (1965). Como su ídolo americano, el galés se fue a menear la pelvis a Las Vegas. Los cantantes de origen humilde tienen ansias de dinero rápido, de lujo-¡ya! , y suelen acabar chorreando lentejuelas y lamé dorado.

Jones ha tenido algunas apariciones súbitas y espectaculares hasta hoy en día, para demostrar que sigue conservando el magnetismo animal y tosco-macarra. Una de las últimas (y la mejor), su impagable cameo en Mars Attacks! (1997, Tim Burton), incluido ese final delirantemente surrealista y kitsch.

Tom Jones, una demostración inapelable de que entre la bruma, en las Islas de la Gélida Corrección, pueden surgir voces negroides y minerales capaces de encender las bajas pasiones, de convocar fantasías de Sexo Contundente y Satisfactorio de Sábado Noche sudoroso y cervecesco.

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