20 de junio de 2005

Perezosa

Estaba tumbada en la penumbra. Tan desnuda como adormecida. Un calor húmedo y pegajoso perlaba de sudor toda su epidermis. Un sordo y suave rumor de olas de mar balanceaba sus perezosas conexiones sinápticas. El mundo se deslizaba lento y moroso.

Había dejado caer al suelo el Quicksilver de Neal Stephenson. Era un soberano aburrimiento. No volvería a escuchar un consejo de lectura de Jorge nunca más. Jorge era un nerd excéntrico e inaguantable. Si no fuera porque follaba como un dios griego, ya le habría borrado de su libreta de direcciones. Los hombres eran para ella, generalmente, una molestia, necesaria pero fastidiosa. La Reina de Hielo la llamaban a sus espaldas. No le importaba. Si seguía habiendo sexo, los calificativos eran superfluos.

Empezó a acariciarse con lentos movimientos circulares la parte interior de los muslos. Las yemas de los dedos se acercaron a su pubis. Se detuvo. Hacía demasiado calor, incluso para eso. Tanteó con la mano y localizó el margarita. Se lo terminó de un trago. Pugnó durante unos segundos, pero se rindió. Ya se levantaría después y telefonearía al servicio de habitaciones para que le trajeran un par de cocktails más, un poco de tempura y un paquete de Camel sin filtro.

Se despertó un tanto sobresaltada. La tarde ya había avanzado decididamente hacia el ocaso. Cogió el iBook, que yacía junto a ella, lo encendió y abrió el Safari. Le apetecía masturbarse viendo esas webs de tíos gays musculosos y perfectamente equipados. Buscó en favoritos su preferida. No obtuvo ninguna respuesta. Eligió una segunda dirección. Nada. Maldijo todos los servidores debian que se caían cuando más necesarios eran. Enfadada, tecleó wired.com. El navegador continuó ciego, mudo y sordo. Una mirada experta bastó para comprobar que el maldito módem adsl wireless de Telefónica estaba totalmente catatónico.

Bulería, bulería
tan dentro del alma mía.
Es la sangre de la tierra en que nací.
Bulería, bulería
más te quiero cada día.
De ti vivo enamorado desde que te vi.

Las paredes de la habitación temblaron con el volumen de la música que esa zombie abducida por Operación Triunfo que tenía por vecina acababa de poner. Era viernes y no tenía plan para salir esa noche. De la cocina le llegó el rotundo e inequívoco aroma del gazpacho magnitud 8 en la escala de Richter que hacía su madre. Aún faltaba casi mes y medio para sus diez de vacaciones en Estepona. Y no encontraba las bragas. Mientras las buscaba, pensó en que esto, desde luego, no era la Isla Mauricio.

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